Era
enero de 1991, el camión de mudanza había llegado y los adultos subían
presurosos los paquetes, empezando desde los más grandes. Cuando subieron la
mesa y las sillas, la sala de la casa, donde hace un par de días festejamos mi
cuarto cumpleaños, quedó vacía. Yo observaba sentado en el tercer peldaño de la
escalera que daba al segundo piso. El segundo piso también estaba vacío. Mi padre,
don Bertilo Verdi, entró para recoger las últimas fundas que quedaban en un
rincón de la cocina - ¿vamos? - Me preguntó. No podía negarme, la ilusión en
sus ojos me inspiraba confianza. Con esa mirada, que nunca más se fue de su
rostro, lo seguiría a cualquier parte – ¿Puedo viajar en la canasta de arriba
del camión? - Le pregunté. Asintió, y algunas horas después, mis cinco
hermanos, mamá Edith, y yo, viajábamos hacia el interior del país, guiados por
papá, un hombre que lo dejaba todo para pastorear, por fin, su primera iglesia.
Doce
horas después, llegamos a la calurosa Pucallpa, una pequeña ciudad ubicada en
el corazón de la selva peruana. Bajé del camión y miré el enorme letrero de
nuestra nueva casa, que decía: Iglesia de Dios del Perú, templo “Cristo Viene”.
Mientras descargaban el camión, los adultos conversaban sobre nuestro encuentro
con los terroristas en el camino, cuando detuvieron el carro para pedir cuota.
Caminé por el pasillo hacia el interior de lo que sería nuestro nuevo hogar.
Cuando me encontré adentro, quedé maravillado, era todo lo que un niño de
cuatro años podía desear. La casa ya no era de dos pisos, ni de ladrillos, no
tenía tantas habitaciones y no encontraba el baño. Teníamos un solo ambiente
con paredes de madera y techo de calaminas de zinc. Ya no tendría que dormir
solo, ahora compartiríamos la habitación con mis hermanos. La lluvia nos
arrullaría durante la noche con ese sonido agradable cuando pega la calamina.
Mamá no tendría que preocuparse más por barrer y trapear el piso, pues todo era
de tierra, el lugar perfecto para hacer caminos y jugar canicas. El baño estaba
al otro lado del patio, ya no necesitaba ayuda para subir a la taza, pues no
tenía una ¿Y la ducha? Tampoco era necesaria, sólo había que llenar una tina
con agua y bañarte en medio del patio si querías. Todo parecía un sueño, no sé
si papá apreciaba lo mismo que yo, pero se veía más emocionado. Abrió una
puerta, de esas que hacen mucho ruido, y entró a un salón donde habían algunas
bancas, yo entré detrás de él. Caminó hacia el lugar más elevado del salón y se
paró en el púlpito, volteó a verme, y me dijo - Aquí estamos – Luego cerró los
ojos y dijo - Aquí estoy, Señor –
Hoy,
25 años después de aquel día, todavía me pregunto ¿Qué hizo que Bertilo, y como
él, miles de hombres y mujeres hayan dejado sus casas, estabilidad laboral,
familia, pueblos… para enlistarse en las filas de los obreros de la Iglesia de
Dios en todo el mundo? ¿Qué hizo que hoy, 25 años después de ese día, el niño
de cuatro años haya seguido los pasos de su padre y se haya sumado también a la
causa del evangelio con la cobertura de esta histórica denominación?
Hace dos semanas nuestra Iglesia de Dios ha cumplido 130 años de fundación, y es en este
contexto que he decidido reflexionar sobre algunos asuntos fundamentales que
han hecho, a mi parecer, grande a esta iglesia. No hablaré de sus debilidades
como institución, aunque no son pocas; tampoco quiero hablar de los desafíos
que nos quedan por delante, ni de lo que nos faltó hacer en todo este tiempo.
Mi propósito es poner de relieve lo que considero es la columna vertebral de
nuestra iglesia. Aquello que la ha mantenido de pie en medio de las tormentas y
esas columnas que, 130 años después, todavía la hacen vigente, robusta y
militante en su compromiso con el evangelio del Reino de Dios.
Ser
iglesia a partir de la experiencia
La
Iglesia de Dios es una comunidad que se configura a partir de las experiencias
genuinas en la fe de las comunidades. No reproducimos modelos estáticos y
prefabricados en el que todo miembro deba encajar. Más bien, se privilegia la
diversidad de expresiones místicas y litúrgicas que hay en la Iglesia de Dios
en todo el mundo, a pesar de ser una misma denominación. Y aunque algunas
personas han pretendido reproducir modelos cerrados de espiritualidad, la
experiencia pentecostal nos recuerda, cada vez, que el Espíritu es libre como
el viento, que sopla donde quiere y oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene,
ni a dónde va.
Esto
ha hecho que, ya sea en el campo o en la ciudad, la iglesia ha sabido
establecerse respondiendo a las demandas de una comunidad que vive su fe desde
su propia experiencia de salvación en Jesucristo. Es por eso que a la Iglesia de
Dios no hay que juzgarla desde lejos, apreciando su inmensa jerarquía
institucional, pues este mal necesario de la institucionalización debe
entenderse a partir de las bases que son las que realmente sostienen el
armazón. Y en las bases, se encuentran comunidades que han hallado en esta
iglesia una plataforma que les propicia un encuentro con el Dios gringo, cholo,
indio, negro, chino, joven, viejo, niño, etc., según sea su espiritualidad.
Ser
iglesia a partir de la Palabra
Con
esta afirmación, no me refiero a la reproducción del primer punto de la
declaración de fe (Creemos en la inspiración verbal de la Biblia), ni intento
validar las muchas interpretaciones bíblicas hechas desde un literalismo
impráctico, en su mayoría herencia del fundamentalismo teológico norteamericano,
y de las que a veces nos sentimos, lamentablemente, orgullosos. Más bien, creo
que la Iglesia de Dios, como comunidad eclesiástica configurada a partir de
experiencias genuinas, ha entendido, aunque no lo ha articulado
sistemáticamente, el encuentro con el Dios que habla a través del texto, pero con
un hablar que trasciende las dimensiones literarias y envuelve a la historia
misma como sujeto receptor de la revelación divina.
Es
decir, para la Iglesia de Dios, ser iglesia a partir de la Palabra, no se
refiere solamente a la lectura del texto bíblico como fundamento de su teología
y práctica cristiana, sino, que el punto de partida de esa lectura siempre es
algún tipo de experiencia. Para nuestra comunidad, la Palabra de Dios, antes de
ser leída, es vivida, porque su hablar se encuentra en la vida, individual o
comunitaria, de un acontecimiento significativo.
Este
principio puede no gustar a muchos, sobre todo a quienes gustan de
interpretaciones rígidas y normativas del texto bíblico. Y aunque, como
profesor de Biblia, me gustaría que a veces mis lecturas se impongan a otras,
agradezco pertenecer a una denominación donde la lectura “ingenua” y popular de
la Biblia, es uno de sus baluartes fundamentales. Amo llegar a una Iglesia de
Dios de cualquier país, y encontrarme con interpretaciones remotamente
imaginables en un salón de clases de SEMISUD ¿cuestionables? ¿Sin respetar
algunos principios hermenéuticos básicos? Es posible. Pero tienen algo que
legitima sus lecturas, y es que esa interpretación no salió a partir de ningún
comentario bíblico o práctica exegética, sino, del sentir libre y devoto de un
pueblo que oye al Dios que habla en el devenir de su historia colectiva.
Entonces, la Biblia no se convierte en un texto lejano, indiferente e
inentendible, sino, en el eco de un conjunto inagotable de experiencias humanas
que van encontrando sentido a la luz del testimonio escrito de un pueblo que
también supo oír al Dios que habló en su historia.
Ser
iglesia a partir de la contemplación
En
la experiencia pentecostal, como es la de la Iglesia de Dios, el encuentro con
Dios no es unilateral. Buscar a Dios no significa que él esté oculto sin ánimo
de encontrarnos. El encuentro con Dios es una experiencia bidireccional, nosotros
vamos hacia él y él viene a nosotros. En ese sentido, el encuentro con Dios
genera una experiencia dinámica de asombro mutuo ¿De asombro mutuo? ¿Acaso Dios
también se asombra de encontrarse con nosotros? Para la espiritualidad
pentecostal, sí. Dios participa de nuestras experiencias, aflicciones,
triunfos, sueños y desesperanzas. Ahí radica el fundamento de nuestro énfasis
contemplativo, dejarse asombrar por la gloria de Dios, contemplar al Dios
viviente, y dejarse envolver por su asombro, cuando viene sobre nosotros en una
de las experiencias pentecostales más sublimes: el bautismo en el Espíritu
Santo con la evidencia del hablar en lenguas.
Esto
coloca a la vida contemplativa como motor fundamental para cualquier cosa que
tenga que ver con la vida cristiana, dentro del marco de la espiritualidad de
nuestra iglesia. A veces este énfasis puede tener efectos enajenantes en la
práctica de la fe, pero el principio está en que todos los campos de acción de una
vida en Cristo, tienen su punto de partida en la contemplación, o lo que se
conoce comúnmente como la vida devocional (o espiritual). Este punto es de suma
importancia, pues es aquí donde todo lo demás tiene sentido. Para la Iglesia de
Dios, a veces puede ser más prioritario un día de ayuno, que un día de
asistencia social comunitaria. Pero esto no es, como algunos dicen, porque
creamos que lo primero sea más importante que lo segundo, sino, porque pensamos
que lo segundo se hace verdaderamente trascendente cuando está sostenido por un
encuentro previo con lo divino; de lo contrario, la asistencia a la comunidad
puede reducirse a un mero activismo, solidario, pero incapaz de ser
transformador.
Ser
iglesia a partir del servicio
Esto
último, es una consecuencia legítima del apartado anterior. Y con esto quiero
aclarar, de inicio, que aquí no apelo solamente a ser una iglesia que realiza
actividades de acción social y ayuda comunitaria. Sino, a ser una comunidad que
entiende su responsabilidad con el prójimo a partir de un encuentro genuino con
el Dios de la vida. Solamente ese encuentro puede generar en el cristiano un
auténtico compromiso por el servicio, pues el encuentro contemplativo y de
asombro con el Dios de la vida, muestra al ser humano su finitud, su
vulnerabilidad; y es en el reconocimiento de su contingencia cuando surge,
naturalmente, el sentido solidario del servicio y la valoración igualitaria de
nuestras relaciones con el prójimo.
Así
es como la Iglesia de Dios, se ha constituido por 130 años como una comunidad
global de servicio, pues teniendo como fundamento de su práctica de fe la vida
contemplativa y la experiencia mística con el Espíritu, ese encuentro, no hace
otra cosa, sino, impulsar el espíritu de servicio a través del cual ninguno se
sabe mayor que el otro. Es sencillo distinguir en nuestra comunidad cuando
alguien se ha desviado de la práctica que le brinda identidad a nuestra fe.
Cuando algún miembro ha perdido el espíritu de servicio, es porque ha decaído
su asombro, y pretender una vida de fe sin asombro y sin servicio, es
entregarse en brazos de la tiranía y la práctica insensible de una vida
religiosa distorsionada.
No
hay que abstraerse demasiado para evidenciar este concepto en nuestra iglesia,
solamente hay que entrar a una de ellas, a cualquiera en cualquier parte del mundo,
e inmediatamente seremos abordados por un espíritu de servicio único, solamente
posible en la comunión de la iglesia con el Espíritu.
Felicidades
Finalmente,
pienso en los cuatro principios que he mencionado y mi pregunta alcanza por fin
una respuesta. Los miles de obreros que como don Bertilo y yo hemos decido
entregar nuestra vida al evangelio, resolvimos hacerlo bajo el manto de esta
noble denominación porque en sus cimientos se han consolidado los pilares que
menciono. Aquello, ha hecho que, como los discípulos en Juan 1,38-39, decidamos
morar en esta casa y ser parte de esta gran familia. Por eso, en sus 130 años,
expreso con sincero orgullo mis más profundos parabienes a todos los que hacen
parte de esta gran familia alrededor del mundo. Feliz Aniversario.
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