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domingo, 4 de mayo de 2014

MI FAMILIA NO ES MI ENEMIGA


El mundo familiar es un universo tan complejo y diverso, como complejos y diversos somos los seres humanos que formamos parte de esos mundos. ¿Por qué muchas veces el ambiente familiar tiene que volverse tan complicado? ¿No se supone que somos... “familia”? Esas preguntas me las hacía Irma (Nombre que utilizaré para proteger su identidad), una chica que vino a mí buscando consejería, mientras me relataba su conflictiva vida familiar. Su historia, a veces topaba los límites de lo increíble. Había escuchado a mucha gente contarme sus problemas y pleitos familiares, pero el caso de Irma me dejaba, cada vez, sin argumentos, sin respuestas. Me era difícil asimilar que todo eso podía pasarle a alguien en una sola vida, en una misma casa, y con sólo 17 años.
Irma fue abandonada por su madre dos días después de su nacimiento. Ella y su hermana mayor de 1 año y seis meses llegaron al atormentado mundo de una madre que apenas tenía 16 años. En cuanto la madre pudo recuperarse del angustioso e indeseado parto, salió del hospital del seguro y se dirigió a la casa de la abuela paterna de las niñas, ahí se encontraba Claudia (nombre suplente), la hermana mayor de Irma. La anciana suegra, cuando escuchó a la mamá de Irma tocar la puerta, bajó con Claudia en brazos y abrió la puerta. La angustiada madre apenas saludó, subió al dormitorio, acostó a Irma en la única cama de la casa, le dejó unos cuantos pañales y un biberón con leche de vaca; y luego dijo confundida: “Que su padre se haga cargo o vean ustedes qué hacer con ellas”. Acto seguido, desapareció; al mismo tiempo en que Irma, con dos días de edad, empezaba a llorar de hambre en los brazos de su abuela.
A decir verdad, lo que más me sorprendió al oír esta historia, fue el rostro impasible de Irma mientras me lo contaba. Su mirada era imperturbable, no tenía gesto alguno, me lo contaba con toda naturalidad. Sin hacer ninguna pausa para ver mi reacción sobre lo que me había contado, continuó. Su padre se hizo cargo de las dos hermanas. Pero mientras la oía, pensaba en que hubiese sido mejor que no lo haga. Le tocó criarse con un padre alcohólico que la violentó física, verbal y sexualmente desde temprana edad. Su abuela apenas podía intervenir para evitar los maltratos. La historia de Irma me dejaba atónito mientras continuaba su relato, ¡la vida no le había dado tregua! Ella vino a mí por consejería, pero el tiempo había pasado tan rápido que no alcanzamos a tocar el motivo principal de su visita. Tenía que irse a la universidad y no se había dado cuenta de la hora. Así es, Irma estaba en la universidad. Había escapado de su casa a los 13 años, seis meses después de que su hermana hiciera lo mismo, desapareciendo sin dejar rastro. Irma, con mucho esfuerzo logró salir adelante apoyada por una tía lejana que la recibió.
-       En la siguiente cita te contaré por qué vine, me dijo, y se fue casi sin despedirse.
Cuando el pastor Abiud me pidió que compartiera hoy la reflexión con ustedes, y me dijo que el título de la reunión será: “Mi familia no es mi enemiga”, la historia de Irma no dejaba de rondar por mi cabeza, creía que podía ser inspiradora para un tema como éste.
Quizá ninguno de ustedes tuvo que pasar por lo que Irma pasó, pero estoy seguro que en más de una oportunidad se han preguntado como Irma ¿Por qué el ambiente familiar tiene que ser tan complicado? “¡Se supone que somos familia!”.
-        La familia es el receptáculo desde donde enfrentamos la vida.
La familia es el espacio que Dios nos ha dado para vivir, todos vivimos en el contexto de una familia, y la vida tiene altos y bajos. Utilicemos la siguiente analogía: El hogar es como un barco navegado por sus propios constructores, y el barco que navega se encontrará necesariamente con aguas quietas y con aguas tempestuosas. Pensemos, en medio de una tormenta ¿cuál será el problema en las situaciones complicadas? ¿El mar? No, el mar es así; puede ser quieto un momento, pero puede agitarse de pronto. Este mar representa a la vida. Dice el libro de Eclesiastés que en la vida todo tiene un tiempo, tiempo de reír y tiempo de llorar, tiempo de abrazar y otro para despedir, es decir, cuando en la vida nos toca llorar, entendamos, en primer lugar, que no será para siempre y en segundo lugar que es parte del proceso natural de la vida. No le puedes pedir a la vida que te traiga sólo momentos felices, así como no puedes pedirle al mar que sólo tenga aguas calmadas. No le puedes pedir a la vida que no hayan momentos tristes, sino, ¿cómo entenderíamos el sentido de disfrutar los tiempos de gozo?
Entonces la culpa no es del mar. Aún quedan dos elementos, el barco y sus constructores que lo navegan. ¿Será el barco el problema? Tampoco, el barco sólo es el receptáculo de los navegantes; que resista o no a la tempestad, depende de cuán sabios fueron sus constructores para hacerlo resistente a los malos tiempos. Si el barco naufraga o no en una tempestad, será solamente para desdicha o gloria de quienes lo construyeron. Este barco es el hogar… “hogar, dulce hogar”. A veces creemos que el hogar, por sí mismo debe ser un receptáculo de amor, comprensión, paz, etc. Eso no es cierto, las tempestades son inevitables y pueden amenazar el bienestar de nuestro barco; que la paz, la comprensión  y el amor se mantengan, depende únicamente de la sabiduría de sus constructores.
Entonces, sólo nos quedan los constructores. Ellos son los únicos responsables de que nuestra familia se convierta en “nuestra enemiga” frente a las desavenencias de la vida. Es decir, si en esta tarde, el tema de la reunión te cae como anillo al dedo; de partida debemos decir que, como dice el título: “Mi familia no es mi enemiga”, los verdaderos responsables somos los constructores de esa familia. Nosotros decidimos cómo reaccionar frente a la tempestad, y cómo dirigimos el barco cuando las aguas están calmadas. No hay un solo piloto, todos somos responsables.
-        La ¿Sagrada Familia?
Viene a mi memoria un trágico cuadro familiar de la Biblia. Dicen, los y las que han vivido, que no hay cosa peor que experimentar la muerte de un hijo. Me ha tocado pastorear en ambientes familiares donde la pérdida de un hijo ha dejado el hogar devastado. Más aún, cuando la tragedia lleva consigo situaciones de rencillas familiares que ya no podrán ser saldadas.
Esta escena bíblica, lleva implícita un fuerte sentimiento familiar, una carga de contradicciones y esperanzas, perdón y fortaleza. Acompáñenme a leerla en El Evangelio Según San Juan 19,26-27.
“Cuando vio Jesús a su madre,  y al discípulo a quien él amaba,  que estaba presente, dijo a su madre: Mujer,  he ahí tu hijo.
Después dijo al discípulo: He ahí tu madre.  Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.”

La escena que Juan retrata en su evangelio, no es sino, el fin de un contexto familiar complicado. ¿No les causa curiosidad que en los relatos de los evangelios existe una gran ausencia familiar de Jesús? Sólo su madre está presente en su muerte. Pues, no es de extrañarse, la vida familiar de Jesús puede hacernos sentir identificados a muchos de nosotros hoy. Es cierto que no sabemos mucho, y la Biblia no tiene información sobre los pormenores de la vida familiar de Jesús. Pero, unos pocos pasajes sugieren que, en ocasiones, las relaciones eran hostiles.
Las menciones a la familia de Jesús son escasas, pero cuando aparecen, no  necesariamente existe un ambiente fraterno de aceptación y buen ambiente. Cuando Jesús es encontrado por sus padres en el templo, después de que lo habían estado buscando tres días con angustia, Jesús les dice: ¿No sabían que en los negocios de mi padre me es necesario estar?, ante tal declaración el texto afirma: “Mas ellos no entendieron las palabras que les habló” (Lucas 2,39-52).
Creo que este episodio resume la realidad de las relaciones familiares de Jesús durante toda su vida: “Mas ellos no entendieron”. Tal parece que el seno familiar de Jesús nunca entendió cabalmente la misión que él tenía, de tal modo que, en una ocasión cuando su madre y hermanos fueron a buscarlo por alguna razón, no pudiendo llegar hasta donde él estaba por causa de la multitud, mandaron a llamarle; ante el llamado de sus familiares, Jesús respondió lo siguiente: “Mi madre y mis hermanos son los que oyen la Palabra de Dios, y las hacen” (Lucas 8,21). Este texto es altamente sugestivo para nuestro tema. Pueden darse muchas interpretaciones, pero yo creo firmemente que Jesús no atiende a sus familiares porque quería evitarse otra discusión respecto a su llamado salvífico. Puedo pecar de muy imaginativo, pero algo está claro, la “Sagrada Familia” tenía dificultades que resolver.
Ahora, regresemos al texto que leímos e imaginemos la escena narrada, sobre la base del contexto familiar que observamos. Jesús está crucificado y levantado por un madero, frente a los ojos de su madre. El texto no registra a ningún otro pariente más, no sabemos si estaban o no, pero el cuadro es devastador. Así que, Jesús no podía morir sin antes resolver aquello que solamente frente a la cruz puede ser resuelto. En el último momento de su vida terrena como hombre, Jesús se preocupa por un asunto que muchos de nosotros hemos decidido enterrar y dejar inconcluso. ¡Jesús sabe que su familia no es su enemiga!, aún cuando no estaban totalmente de acuerdo con él; quizá se burlaron de sus propósitos, de su sueño de salvar el mundo; tal vez se avergonzaron de él cuando fue apresado, y tal vez se avergonzaron de él cuando estaba siendo crucificado como un malhechor y decidieron abandonarlo y dejarlo solo con su dolor. Aún así, Jesús sabe que es momento de resolver el asunto, ¡no había más tiempo!, ¡no podía seguir postergándose!
-        Tu familia no es tu enemiga, no sigas cargando la deuda.
Cinco días después de la cita que tuvimos con Irma, ella regresó para contarme la verdadera razón de su preocupación. Su madre había regresado, la buscó, y después de 17 años quería encontrarse nuevamente con ella. Le pregunté cuál era su opinión, si había tomado alguna decisión, y me dijo: Pastor, hace dos años Cristo entró a mi corazón y en todo este tiempo he tratado de ser fiel a su Palabra. Pero hay una parte de mí que no puede dejarlo entrar, esa parte se llama: “familia”. Mi familia fue lo peor que Dios me pudo haber dado y he aprendido a vivir sin ella. Y ahora viene esta señora a pedirme que nos veamos,  seguramente me dirá que está arrepentida y que quiere remediar las cosas; pero el pasado que me ha tocado vivir por su culpa, no tiene perdón, no tiene remedio.
Me seguía impresionando la impasibilidad en el rostro de Irma al hablar, no se quebrantaba, su voz era firme; pero de pronto una lágrima corrió por su rostro y me di cuenta de la profunda necesidad que tenía de perdonar. Le dije: Irma, las deudas necesitan ser saldadas. Cuando alguien toma algo que es tuyo, sólo existen dos formas de resolver el conflicto, que esa persona te devuelva lo que cogió o que tú perdones su deuda. La felicidad que tu madre te quitó, la dignidad y la inocencia que te robó tu padre, el orgullo y la autoestima que tu madre te quitó al dejarte como algo que no valía la pena, ella no te lo puede devolver. Tu madre ha adquirido una deuda tan grande contigo, y tan imposible de saldar, que la única manera de que tu no sigas andando por el mundo cargando esa deuda en tus hombros, es perdonando.
Jesús, desde la cruz tenía que escoger, llevarse la falta de aceptación y comprensión familiar hasta la tumba o entregarle a María una palabra perdonadora y de esperanza en el último minuto. Seguramente no fue fácil para María criar a un hijo como Jesús, después de la anunciación del ángel las cosas no fueron sencillas. Imaginemos por un momento a ese Jesús humano que se presenta frente a su familia un día, y les dice que debe salir a cumplir su misión de salvar al mundo. Por lo que la Biblia dice, al parecer no contó con la aprobación familiar que hubiese deseado. Y María, que conocía el anuncio del ángel, también desconocía el destino fatal de la cruz. Así que Jesús, miró fijamente a su madre y le dio una nueva oportunidad de ser madre. Le dijo: Tranquila, todo está bien, entiendo que era difícil para ti, pero no sigas cargando la deuda, ¡He ahí tu Hijo! Quizá María pensaba en que ya no habría oportunidad para hacer bien lo que en su momento no se hizo; pero, frente a la cruz todo es posible.
Irma tomó una decisión, entendió que su familia no era su enemiga, que el barco no tenía la culpa, sino que los constructores no habían hecho bien su trabajo. Y que ella tenía, ahora, la oportunidad de tomar las riendas de una embarcación que se había perdido en medio de la tempestad y dejar que Dios lleve esa nave a buen puerto. Se encontró con su madre, la perdonó, y aunque el proceso de perdonar es largo y las cicatrices le recuerdan el daño que le hicieron, en Cristo encontraron la forma de vivir sin deudas.
Cuando Jesús hizo eso con María, fue un proceso perdonador para ella. El cuadro de la cruz se recrudece cuando pensamos en que, frente a frente, no está sólo una madre que ve a su hijo morir; está una madre que llora la culpa de no poder haberle dado un ambiente familiar que respalde sus sueños, que le diga: vamos Jesús, tu familia está contigo. ¿Crees que Jesús no lo necesitaba? ¿Por qué, porque era Dios? Jesús necesitaba de su familia, tanto como tú necesitas de la tuya ¿Qué es tu familia para ti? ¿Es tu amiga? O estás atesorando cosas en tu corazón en contra de algún miembro de tu casa, en contra de tus padres porque fueron injustos, tu hermano o hermana, porque no salió a tu favor cuando creíste que debió hacerlo, tíos que te calumniaron o hablaron sin medir las consecuencias. Tal vez, te sientes deudor de alguien y crees que ya no puedes remediarlo porque esa persona ya no está contigo. Frente a la cruz todo es posible.
Tal vez la historia de Irma sólo te cause pena, y dices: Gracias a Dios mi familia es perfecta, no tengo quejas. Pero, todos sabemos que no existe la familia perfecta; porque todo hogar se construye con gente imperfecta, y mientras nuestras imperfecciones convivan juntas en una misma casa, la clave del perdón será la única brújula capaz de mantener nuestro barco a flote en medio de la tempestad.
Hoy Jesús te dice, joven, señorita: He ahí tu padre, he ahí tu madre, he ahí tu hermana, tu hermano, he ahí tus abuelos, tus tíos… He ahí, ¡Otra oportunidad! Otra oportunidad para ser familia. ¿Qué vas a hacer? Haz lo correcto, recibe, frente a la cruz, una nueva oportunidad para perdonar; recibe frente a la cruz una nueva oportunidad para entender que tu familia no es tu enemiga… es una bendición de Dios.

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J. L. Verdi
Profesor de Biblia y Teología en SEMISUD
(Seminario Sudamericano - Ecuador)

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viernes, 21 de marzo de 2014

EL COMPROMISO DE SER AUTÉNTICOS

Hace algún tiempo atrás, en el SEMISUD (seminario donde soy profesor) me pidieron que traiga una reflexión que aborde el tema de: "El compromiso ministerial". Revisando entre mis archivos, he vuelto a encontrarme con este escrito, el cual he querido compartirlo en este blog. Espero que sea una invitación a la reflexión como lo ha sido para mí. Saludos.

EL COMPROMISO DE SER AUTÉNTICOS

13 Basta de palabras. Todo está dicho. Teme a Dios y guarda sus mandamientos, que eso es ser hombre cabal. 14  Porque toda obra la emplazará Dios a juicio, también todo lo oculto, a ver si es bueno o malo”.
Eclesiastés 12,13-14
El capellán me sugirió que reflexionemos acerca de nuestros compromisos en el ministerio; y para esta mañana he escogido hablar de un compromiso que muchas veces olvidamos, me refiero al compromiso de ser nosotros mismos, al compromiso de ser auténticos, el compromiso de ser hombres y mujeres cabales.
Pero esto no es solamente una preocupación contemporánea nuestra; desde siempre, las personas han buscado vivir plenamente, y han buscado la plenitud  de una vida auténtica en las cosas que han creído las más indicadas. Lo más seguro es que estés aquí hoy, sea como seminarista o maestro, porque esto forma parte de la búsqueda de la plenitud de tu vida. Y las gentes, hacen negocios, cursan carreras, se casan o no se casan, trabajan más o trabajan menos, porque quieren alcanzar una vida digna y plena para llegar a ser varones y mujeres cabales.
El Qoelet, que posiblemente no fue ni sacerdote, ni profeta; sino un sabio racionalista de su época, encontró la misma preocupación en la gente de su entorno, y comenzó a observar detenidamente cómo todos los que vivían debajo del Sol, buscaban encontrar la plenitud de la vida en las cosas que hacían. Echa una ojeada a su alrededor, como observador y como filósofo; le impresionan los esfuerzos excesivos de los hombres, en todas las situaciones, para alcanzar la autenticidad, pero a la vez se da cuenta que esos esfuerzos excesivos, son vanos. Y en general lo que el Qoelet condena, son los esfuerzos exagerados, la búsqueda exagerada, sea cual sea el objeto al que se aplique: sabiduría, placeres, trabajos, deseos de cambiar el curso de los acontecimientos o la sociedad.
Y es en esta parte donde entra nuestra relación con el análisis del Qoelet. El hombre y la mujer de hoy han perdido el arte de vivir y lo que el Qoelet quiere hacer es, enseñar a vivir la vida como un arte, al cual podemos apreciar con detenimiento y deleitarnos en sus detalles. Lo acelerado de nuestras sociedades han convertido la vida en una competencia constante y esta misma filosofía de vida viene afectando también el desenvolvimiento ministerial de pastores y líderes en las iglesias. Lamentablemente, en algún momento de nuestro genuino servicio, nuestra vocación ministerial se convierte en una lucha por las oportunidades, una conquista de títulos, credenciales y cargos de renombre en las denominaciones, una carrera hacia el éxito, hacia el dinero, hacia el placer, hacia la gloria; la reflexión del Qoelet al ver esta realidad concluiría en que esto acabará irremediablemente en frustración y fracaso, en algo que apesta como el “hevel”, que algunas biblias traducen como vanidad.
Es por eso que la frase que cierra el Eclesiastés, es una advertencia a que tengamos cuidado con las formas que estamos utilizando para alcanzar una vida auténtica, un ministerio auténtico. Más que una amenaza de juicio (v. 14), es una exhortación a vivir sabiamente. Nadie quisiera encontrarse frente a Dios al final del camino, agobiado con exceso de equipaje de tantas cosas que pensó eran tan importantes en la vida, pero que eran totalmente vacías, fútiles, sin ningún valor permanente.
1.      BASTA DE PALABRAS. TODO ESTÁ DICHO (V. 13)
Nuestro texto comienza diciendo: Basta de Palabras. Lo que en la RV se traduce como: el fin del discurso. En otras palabras, basta de buscar por los caminos equivocados. “¡Basta de palabras!”. Esta afirmación equivaldría a nuestra expresión: “dejémonos de rodeos”, “vamos directo al grano”. ¿De qué se había cansado el sabio? Se había cansado de observar y reflexionar sobre las muchas formas en las que el ser humano intenta alcanzar la plenitud de la vida y cómo fracasa en cada intento.
El Predicador lleva a su audiencia en una jornada a través de todo tipo de dudas y temores que una persona puede encontrar en el curso de su vida. Su tema tiene que ver con reflexionar sobre todas aquellas cosas que parecen realmente importantes, pero que en su análisis final son tan superfluas y vacías.
SI hiciéramos sobre nuestra realidad personal y ministerial, el mismo ejercicio reflexivo que hizo el Qoelet sobre su entorno, ¿cuál sería nuestra impresión? ¿Encontraríamos las mismas frustraciones y decepciones que encuentra el predicador? ¿Diríamos vanidad de vanidades, todo es vanidad?
¿Cuáles son aquellas cosas que nos fatigan debajo del Sol? Concentrémonos en las reflexiones finales del Qoelet después de la observación realizada. A partir del versículo 11 del capítulo 9, empieza las reflexiones finales del sabio; y éstas se pueden resumir en que: si hay algo que fatiga la existencia humana es pensar que la plenitud de la vida se alcanza en los intereses, posiciones, posesiones, condición social, goces y comodidades adquiridas por nuestras capacidades. Cuando esto sucede, la misma esencia del ser se tuerce y pervierte.
-          La plenitud de la vida, no depende de nuestras capacidades.
“Me volví y vi debajo del sol,  que ni es de los ligeros la carrera,  ni la guerra de los fuertes,  ni aun de los sabios el pan,  ni de los prudentes las riquezas,  ni de los elocuentes el favor;  sino que tiempo y ocasión acontecen a todos”. (9,11)
La preocupación desmedida por ser los mejores, siempre traerá frustración y decepción a nuestra vida, si creemos que de eso dependerá vivir una vida plena. Si eres estudiante, esfuérzate por ser un buen estudiante, adquiere todas las destrezas y los conocimientos que puedas, gánate la medalla académica, ministerial, obtén méritos, haz con diligencia todo lo que has venido a hacer; pero ten algo claro: tu éxito ministerial, no descansa sobre las capacidades que adquieras, ni de cuánto sabes, ni de cuántas cosas puedes hacer.
Muchas veces nos engañamos, y pensamos que porque hemos sido los estudiantes más sobresalientes, la iglesia nos debe posicionar debidamente, con un buen trabajo en alguna iglesia u oficina y con una solvente remuneración. El sabio predicador nos diría, la carrera no siempre es de los más ligeros, ni la guerra la ganan siempre los más fuertes. No vivas esperando que la vida te retribuya el esfuerzo que haces, vive y fórmate de tal manera que cuando te lleguen el tiempo y la ocasión no eches a perder las oportunidades de poner al servicio tus capacidades.
-          La plenitud de la vida no depende de la fama bien ganada.
“Las moscas muertas hacen heder y dar mal olor al perfume del perfumista;  así una pequeña locura,  al que es estimado como sabio y honorable”. (10,1)
Si hay algo que nos preocupa mucho en la vida es nuestra reputación. Aunque alguien diga yo no vivo de lo que otros digan, a todos nos interesa saber qué opinión tienen los demás de nosotros. La forma en que vestimos, hablamos, caminamos, pensamos; son modos de proyectar una imagen que quisiéramos acuñar en el imaginario de los demás.
Ministerialmente hablando, esto puede recrudecerse aún más, porque nos volvemos personas más notorias, si somos maestros, nos preocupa qué dirán los alumnos de nuestras clases, qué se dirá en otros países o instituciones sobre nuestro nivel académico; si somos pastores, nos preocupa el concepto que tenga la congregación sobre nuestra función pastoral, qué pensarán las otras iglesias sobre nuestra gestión.
Esto hace que, consciente o inconscientemente, empecemos a construir una imagen obviamente favorable respecto a nosotros. Pero el Qoelet se da cuenta de que muchas veces, esto es vanidad y fatiga del alma; porque existe un principio, y este es el principio del perfumista: que no importa cuánto se halla esforzado para hacer el mejor perfume, basta una pequeña mosca para echar a perder su buen olor.
Así también, no importa cuánto te esfuerces por construir una buena reputación, bastará un pequeño descuido, una pequeña locura, en palabras de Yatenciy, un pequeño desliz; para que las personas te señalen por el error y no por tus aciertos. Esto se agudiza aún más, cuando la plenitud del sentido de tu vida está basada en un elemento tan frágil como es la reputación.
Hay personas cuya motivación principal en la vida es cuidar su reputación. Pastores que preparan sermones para cuidar su reputación, estudiantes que se esfuerzan para cuidar su reputación, profesores que se amanecen preparando una clase para cuidar su reputación. El problema aquí no es la acción, sino, lo que motiva esta acción. Lo peor de todo esto es que cuando de nuestra reputación se trata, nos ponemos exigencias tan altas que muchas veces traen frustración. Nos preocupa la reputación de nuestra familia pastoral y ponemos exigencias tan altas a nuestros hijos o esposas, que no les dejamos oportunidad para equivocarse. La reputación de nuestra iglesia se vuelve tan importante, que exigimos a nuestros líderes a cumplir sus responsabilidades de tal manera que nuestras actividades no tengan márgenes de error.
Cuando la reputación es una preocupación exagerada en nosotros, nos desesperamos cuando no logramos nuestros propósitos y las cosas no salen como esperamos. Reaccionamos de forma insensible ante las personas y las situaciones, es tan insensible, que maltratamos a nuestra familia, maltratamos a nuestros líderes, nos maltratamos a nosotros mismos, porque no hemos conseguido el 100% de nuestras expectativas. David Hormachea explica la frustración a través de la siguiente fórmula: Si tus expectativas son del 100% y alcanzas solamente el 25%, tendrás 75% de frustración en tu vida. Cuando nos tenemos a nosotros mismos como los estudiantes modelos, los padres ejemplares, los pastores referentes o los maestros más doctos, y elevamos nuestras expectativas sobre lo que nos merecemos en la vida al 100% y de eso sólo recibimos el 40%, habremos ganado un 60% de frustración. Esto, diría el Qoelet, es vanidad. Esto apesta.
Si las expectativas que tenemos por vivir una vida santa, apartada, inmaculado es del 100%, y de eso alcanzamos apenas un 20%, tendremos un 80% de frustración. Lo que el predicador quiere decir es, no importa la fama que te hayas ganado, y el renombre que hayas conseguido, y aunque las personas te tengan por sabio y honorable, tú no te tragues el cuento, y sé consciente de que esa fama es tan frágil como el perfume del perfumista.
Si las búsquedas inadecuadas de la personas por vivir una vida plena se resumen en estos asuntos, entonces ¿cuál es la opción?
2.      RESPETA A DIOS Y GUARDA SUS MANDAMIENTOS
Qohelet nos deja con el recordatorio de que el antídoto para la aflicción de espíritu en este mundo de vanidad es mantener a Dios en el centro de nuestra existencia, guardando sus mandamientos. Este es el todo, el fin último de la vida.
Solo una relación sólida y positiva de temor reverencial con Dios puede llevar a la realización plena de la intención divina, a la “eternidad en los corazones” de que habla el Maestro de la congregación.
Para nosotros, que cuando hablamos de mandamientos pensamos en términos legales, el consejo final parece una carga más. En cambio los judíos, para quienes la Ley [Torah] es instrucción, precepto, consejo, guía para la vida; guardar los mandamientos es un privilegio, un honor deseable más que el oro y la miel (Salmos 19). Es una manera de afirmar la relación de intimidad con Dios, de respetar y reverenciar su voluntad revelada. Lo contrario resulta en fingimiento, impostura, farsa de vida, la suprema vanidad.
El hecho de que un día tendremos que dar cuenta de toda obra, “juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala”, es un llamado a la responsabilidad moral. La manera como yo vivo -honesta o deshonestamente, confiando en la bondad de los demás o sospechando de todo el mundo, con egoísmo o pensando en el bienestar de otros, con hipocresía o sinceridad, afanado por las vanidades de la vida o preocupado por los valores eternos- hace una diferencia no sólo en el otro mundo, sino especialmente “debajo del sol” donde mis compañeros y compañeras de jornada también luchan por encontrar el sentido de la vida.
Estas cosas no harán mucha diferencia en mis oportunidades de subir en la escala social, abultar mi cuenta de banco, o ganar la adulación de los hombres y mujeres. Pero para Dios mi vida cuenta y a él no puedo engañarlo pretendiendo ser quien no soy.
Si de algo se dio cuenta el Qoelet es que muchas veces buscamos la plenitud y la autenticidad de la vida, intentando ser lo que no somos. Pensamos que somos nuestras capacidades y no es verdad; nuestras capacidades son parte de lo que somos. Pensamos que somos lo que los demás dicen o perciben de nosotros, pero no es cierto, eso es sólo la punta del iceberg que se muestra ante los ojos de los demás.
El sabio se dio cuenta que la única manera de poder encontrarnos y vivir auténticamente, era encontrándonos con Dios y ser nosotros mismos siempre. Ese es el reto de Dios para nosotros, todo lo demás es vanidad. Tú no eres lo que tus calificaciones dicen (sean buenas o malas), no eres el título que tienes o el cargo que representas. Cuando estemos frente a aquel que nos llamó, nos desnudará de todas aquellas cosas con las que nos hemos arropado en el curso de nuestra carrera ministerial, sin notas, sin cargos, sin oficinas, sin títulos, sin fama, sin aulas… es mi deseo, que después de desnudarnos por completo, el Rey de Reyes encuentre una vida plena y auténtica.

Mtr. José Verdi.