lunes, 5 de septiembre de 2016

IGLESIA DE DIOS, 130 AÑOS SIENDO IGLESIA



Era enero de 1991, el camión de mudanza había llegado y los adultos subían presurosos los paquetes, empezando desde los más grandes. Cuando subieron la mesa y las sillas, la sala de la casa, donde hace un par de días festejamos mi cuarto cumpleaños, quedó vacía. Yo observaba sentado en el tercer peldaño de la escalera que daba al segundo piso. El segundo piso también estaba vacío. Mi padre, don Bertilo Verdi, entró para recoger las últimas fundas que quedaban en un rincón de la cocina - ¿vamos? - Me preguntó. No podía negarme, la ilusión en sus ojos me inspiraba confianza. Con esa mirada, que nunca más se fue de su rostro, lo seguiría a cualquier parte – ¿Puedo viajar en la canasta de arriba del camión? - Le pregunté. Asintió, y algunas horas después, mis cinco hermanos, mamá Edith, y yo, viajábamos hacia el interior del país, guiados por papá, un hombre que lo dejaba todo para pastorear, por fin, su primera iglesia.

Doce horas después, llegamos a la calurosa Pucallpa, una pequeña ciudad ubicada en el corazón de la selva peruana. Bajé del camión y miré el enorme letrero de nuestra nueva casa, que decía: Iglesia de Dios del Perú, templo “Cristo Viene”. Mientras descargaban el camión, los adultos conversaban sobre nuestro encuentro con los terroristas en el camino, cuando detuvieron el carro para pedir cuota. Caminé por el pasillo hacia el interior de lo que sería nuestro nuevo hogar. Cuando me encontré adentro, quedé maravillado, era todo lo que un niño de cuatro años podía desear. La casa ya no era de dos pisos, ni de ladrillos, no tenía tantas habitaciones y no encontraba el baño. Teníamos un solo ambiente con paredes de madera y techo de calaminas de zinc. Ya no tendría que dormir solo, ahora compartiríamos la habitación con mis hermanos. La lluvia nos arrullaría durante la noche con ese sonido agradable cuando pega la calamina. Mamá no tendría que preocuparse más por barrer y trapear el piso, pues todo era de tierra, el lugar perfecto para hacer caminos y jugar canicas. El baño estaba al otro lado del patio, ya no necesitaba ayuda para subir a la taza, pues no tenía una ¿Y la ducha? Tampoco era necesaria, sólo había que llenar una tina con agua y bañarte en medio del patio si querías. Todo parecía un sueño, no sé si papá apreciaba lo mismo que yo, pero se veía más emocionado. Abrió una puerta, de esas que hacen mucho ruido, y entró a un salón donde habían algunas bancas, yo entré detrás de él. Caminó hacia el lugar más elevado del salón y se paró en el púlpito, volteó a verme, y me dijo - Aquí estamos – Luego cerró los ojos y dijo - Aquí estoy, Señor –

Hoy, 25 años después de aquel día, todavía me pregunto ¿Qué hizo que Bertilo, y como él, miles de hombres y mujeres hayan dejado sus casas, estabilidad laboral, familia, pueblos… para enlistarse en las filas de los obreros de la Iglesia de Dios en todo el mundo? ¿Qué hizo que hoy, 25 años después de ese día, el niño de cuatro años haya seguido los pasos de su padre y se haya sumado también a la causa del evangelio con la cobertura de esta histórica denominación?

Hace dos semanas nuestra Iglesia de Dios ha cumplido 130 años de fundación, y es en este contexto que he decidido reflexionar sobre algunos asuntos fundamentales que han hecho, a mi parecer, grande a esta iglesia. No hablaré de sus debilidades como institución, aunque no son pocas; tampoco quiero hablar de los desafíos que nos quedan por delante, ni de lo que nos faltó hacer en todo este tiempo. Mi propósito es poner de relieve lo que considero es la columna vertebral de nuestra iglesia. Aquello que la ha mantenido de pie en medio de las tormentas y esas columnas que, 130 años después, todavía la hacen vigente, robusta y militante en su compromiso con el evangelio del Reino de Dios.

Ser iglesia a partir de la experiencia

La Iglesia de Dios es una comunidad que se configura a partir de las experiencias genuinas en la fe de las comunidades. No reproducimos modelos estáticos y prefabricados en el que todo miembro deba encajar. Más bien, se privilegia la diversidad de expresiones místicas y litúrgicas que hay en la Iglesia de Dios en todo el mundo, a pesar de ser una misma denominación. Y aunque algunas personas han pretendido reproducir modelos cerrados de espiritualidad, la experiencia pentecostal nos recuerda, cada vez, que el Espíritu es libre como el viento, que sopla donde quiere y oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene, ni a dónde va.

Esto ha hecho que, ya sea en el campo o en la ciudad, la iglesia ha sabido establecerse respondiendo a las demandas de una comunidad que vive su fe desde su propia experiencia de salvación en Jesucristo. Es por eso que a la Iglesia de Dios no hay que juzgarla desde lejos, apreciando su inmensa jerarquía institucional, pues este mal necesario de la institucionalización debe entenderse a partir de las bases que son las que realmente sostienen el armazón. Y en las bases, se encuentran comunidades que han hallado en esta iglesia una plataforma que les propicia un encuentro con el Dios gringo, cholo, indio, negro, chino, joven, viejo, niño, etc., según sea su espiritualidad.

Ser iglesia a partir de la Palabra

Con esta afirmación, no me refiero a la reproducción del primer punto de la declaración de fe (Creemos en la inspiración verbal de la Biblia), ni intento validar las muchas interpretaciones bíblicas hechas desde un literalismo impráctico, en su mayoría herencia del fundamentalismo teológico norteamericano, y de las que a veces nos sentimos, lamentablemente, orgullosos. Más bien, creo que la Iglesia de Dios, como comunidad eclesiástica configurada a partir de experiencias genuinas, ha entendido, aunque no lo ha articulado sistemáticamente, el encuentro con el Dios que habla a través del texto, pero con un hablar que trasciende las dimensiones literarias y envuelve a la historia misma como sujeto receptor de la revelación divina.

Es decir, para la Iglesia de Dios, ser iglesia a partir de la Palabra, no se refiere solamente a la lectura del texto bíblico como fundamento de su teología y práctica cristiana, sino, que el punto de partida de esa lectura siempre es algún tipo de experiencia. Para nuestra comunidad, la Palabra de Dios, antes de ser leída, es vivida, porque su hablar se encuentra en la vida, individual o comunitaria, de un acontecimiento significativo.

Este principio puede no gustar a muchos, sobre todo a quienes gustan de interpretaciones rígidas y normativas del texto bíblico. Y aunque, como profesor de Biblia, me gustaría que a veces mis lecturas se impongan a otras, agradezco pertenecer a una denominación donde la lectura “ingenua” y popular de la Biblia, es uno de sus baluartes fundamentales. Amo llegar a una Iglesia de Dios de cualquier país, y encontrarme con interpretaciones remotamente imaginables en un salón de clases de SEMISUD ¿cuestionables? ¿Sin respetar algunos principios hermenéuticos básicos? Es posible. Pero tienen algo que legitima sus lecturas, y es que esa interpretación no salió a partir de ningún comentario bíblico o práctica exegética, sino, del sentir libre y devoto de un pueblo que oye al Dios que habla en el devenir de su historia colectiva. Entonces, la Biblia no se convierte en un texto lejano, indiferente e inentendible, sino, en el eco de un conjunto inagotable de experiencias humanas que van encontrando sentido a la luz del testimonio escrito de un pueblo que también supo oír al Dios que habló en su historia.

Ser iglesia a partir de la contemplación

En la experiencia pentecostal, como es la de la Iglesia de Dios, el encuentro con Dios no es unilateral. Buscar a Dios no significa que él esté oculto sin ánimo de encontrarnos. El encuentro con Dios es una experiencia bidireccional, nosotros vamos hacia él y él viene a nosotros. En ese sentido, el encuentro con Dios genera una experiencia dinámica de asombro mutuo ¿De asombro mutuo? ¿Acaso Dios también se asombra de encontrarse con nosotros? Para la espiritualidad pentecostal, sí. Dios participa de nuestras experiencias, aflicciones, triunfos, sueños y desesperanzas. Ahí radica el fundamento de nuestro énfasis contemplativo, dejarse asombrar por la gloria de Dios, contemplar al Dios viviente, y dejarse envolver por su asombro, cuando viene sobre nosotros en una de las experiencias pentecostales más sublimes: el bautismo en el Espíritu Santo con la evidencia del hablar en lenguas.

Esto coloca a la vida contemplativa como motor fundamental para cualquier cosa que tenga que ver con la vida cristiana, dentro del marco de la espiritualidad de nuestra iglesia. A veces este énfasis puede tener efectos enajenantes en la práctica de la fe, pero el principio está en que todos los campos de acción de una vida en Cristo, tienen su punto de partida en la contemplación, o lo que se conoce comúnmente como la vida devocional (o espiritual). Este punto es de suma importancia, pues es aquí donde todo lo demás tiene sentido. Para la Iglesia de Dios, a veces puede ser más prioritario un día de ayuno, que un día de asistencia social comunitaria. Pero esto no es, como algunos dicen, porque creamos que lo primero sea más importante que lo segundo, sino, porque pensamos que lo segundo se hace verdaderamente trascendente cuando está sostenido por un encuentro previo con lo divino; de lo contrario, la asistencia a la comunidad puede reducirse a un mero activismo, solidario, pero incapaz de ser transformador.

Ser iglesia a partir del servicio

Esto último, es una consecuencia legítima del apartado anterior. Y con esto quiero aclarar, de inicio, que aquí no apelo solamente a ser una iglesia que realiza actividades de acción social y ayuda comunitaria. Sino, a ser una comunidad que entiende su responsabilidad con el prójimo a partir de un encuentro genuino con el Dios de la vida. Solamente ese encuentro puede generar en el cristiano un auténtico compromiso por el servicio, pues el encuentro contemplativo y de asombro con el Dios de la vida, muestra al ser humano su finitud, su vulnerabilidad; y es en el reconocimiento de su contingencia cuando surge, naturalmente, el sentido solidario del servicio y la valoración igualitaria de nuestras relaciones con el prójimo.

Así es como la Iglesia de Dios, se ha constituido por 130 años como una comunidad global de servicio, pues teniendo como fundamento de su práctica de fe la vida contemplativa y la experiencia mística con el Espíritu, ese encuentro, no hace otra cosa, sino, impulsar el espíritu de servicio a través del cual ninguno se sabe mayor que el otro. Es sencillo distinguir en nuestra comunidad cuando alguien se ha desviado de la práctica que le brinda identidad a nuestra fe. Cuando algún miembro ha perdido el espíritu de servicio, es porque ha decaído su asombro, y pretender una vida de fe sin asombro y sin servicio, es entregarse en brazos de la tiranía y la práctica insensible de una vida religiosa distorsionada.

No hay que abstraerse demasiado para evidenciar este concepto en nuestra iglesia, solamente hay que entrar a una de ellas, a cualquiera en cualquier parte del mundo, e inmediatamente seremos abordados por un espíritu de servicio único, solamente posible en la comunión de la iglesia con el Espíritu.

Felicidades

Finalmente, pienso en los cuatro principios que he mencionado y mi pregunta alcanza por fin una respuesta. Los miles de obreros que como don Bertilo y yo hemos decido entregar nuestra vida al evangelio, resolvimos hacerlo bajo el manto de esta noble denominación porque en sus cimientos se han consolidado los pilares que menciono. Aquello, ha hecho que, como los discípulos en Juan 1,38-39, decidamos morar en esta casa y ser parte de esta gran familia. Por eso, en sus 130 años, expreso con sincero orgullo mis más profundos parabienes a todos los que hacen parte de esta gran familia alrededor del mundo. Feliz Aniversario.

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J. L. Verdi
Profesor de Biblia y Teología en SEMISUD
(Seminario Sudamericano - Ecuador)

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