lunes, 26 de septiembre de 2016

LA BIBLIA Y LOS “DERECHOS DE AUTOR” (copyright ©)



En la tradición de los estudios bíblicos cristianos, sobre todo en el lado evangélico, todavía se mantienen inamovibles, casi sacralizados, algunos conceptos que entorpecen el estudio serio de las Escrituras. Uno de esos conceptos tiene que ver con la paternidad literaria (autoría) de los libros de la Biblia. Puedo ver que en algunas esferas, todavía se sigue defendiendo a ultranza, por ejemplo, que Moisés escribió el Pentateuco, o que los evangelios fueron escritos por los personajes cuyos nombres encabezan la obra (Mateo, Marcos, Lucas y Juan), que David escribió los Salmos, y que Salomón es el autor de Proverbios, Eclesiastés y Cantar de los Cantares. Incluso algunos libros y Biblias, como la muy popular Biblia de Referencia Thompson, reproducen esta posición. Y para agravar aún más esta situación, muchas de estas defensas se hacen en nombre de la fe. Es decir, como si al defender estas posturas están siendo heraldos defensores de la verdad bíblica; sacando el debate del campo académico para llevarlo a la arena de los mártires.

A mí mismo me ha tocado ver, con mucha tristeza, cómo algunos estudiantes abandonan las aulas y su proyecto ministerial, al enterarse que sus conceptos, traídos por lo general de su formación eclesiástica, no son compatibles con lo que la ciencia bíblica moderna sugiere. Por eso, he querido abrir un espacio en este blog, para presentarles algunos datos que ayuden a comprender mejor el problema de los autores de los libros bíblicos. Si eres un lector de la Biblia, ya sea estudiante, profesor o sencillamente un cristiano interesado en estos temas; espero aportar a tu comprensión de las Sagradas Escrituras con este breve escrito.

1. Entonces, ¿nos mintieron?

Cuando en mi introducción acuso a la Biblia Thompson y otros espacios de reproducir estas conclusiones que a la luz de las ciencias bíblicas son inaceptables, no los estoy acusando de enseñar mentiras, sino de hacer afirmaciones irresponsables. Pues, cuando ponen a Moisés como autor del Pentateuco, a Salomón como autor de Eclesiastés, etc.; no lo hacen para mentir deliberadamente. Estas afirmaciones tienen un sustento legítimo, que debe ser entendido en el marco del tipo de metodología que se usa para la determinación de estas autorías. El problema es cuando se pretende dar a estas afirmaciones un carácter científico con el que definitivamente no cuentan, pues estas conclusiones no soportan los filtros mínimos de análisis histórico para la definición de los autores bíblicos.

¿De dónde vienen estas conclusiones? De la tradición judía y cristiana. A partir de la canonización de los libros de la Biblia Hebrea, y en el marco de la influencia de la cultura helénica en el pensamiento judío, la tradición judía le adjudicó a algunos de sus escritos el nombre de personajes importantes, otorgándoles la representatividad (no paternidad) literaria de estos libros (este punto lo entenderemos mejor en el subtítulo 3). Era como un acto de reconocimiento honorífico al personaje. Así, a Moisés se le atribuyó la representación del Pentateuco, y de la misma manera a los libros como Nehemías, Esdras, etc. Aunque la intención nunca fue hacer creer a la gente que estos personajes eran los autores reales de estos libros, poco a poco la fuerza de la tradición fue acuñando el nombre de estos individuos como los auténticos redactores de estas obras. Tal es así, que para la época del Nuevo Testamento, es común referirse a la Torah como “La ley de Moisés”, o decir “el rollo del profeta Isaías”, como si éstos fuesen los autores de estos escritos.

Algo similar sucedió con los documentos del Nuevo Testamento. Aunque estos escritos ya aparecen desde un principio identificados con un personaje, este hecho debe entenderse en el marco del fenómeno literario de la pseudoepigrafía, tan común en la cultura grecorromana de la época. En este caso, fue la tradición cristiana de los padres de la iglesia, a partir del siglo II d.C., la que atribuyó a los nombres que encabezan las cartas, la autoría de dichos documentos.

En ambos casos, tanto en el del Antiguo como del Nuevo Testamento, se trata de decisiones arbitrarias que deben ser leídas en la comprensión de los contextos literarios donde se producen. Esto se recrudece aún más en la edad media, donde la todopoderosa iglesia romana clausura cualquier tipo de posibilidad que no esté alineada a reconocer a los personajes mencionados como autores indiscutibles de los escritos atribuidos. Así, con más de mil años de dominación del pensamiento y los estudios bíblicos, se dogmatizó la clásica posición sobre los autores bíblicos.

Sin embargo, cuando después de la reforma protestante, el periodo de las luces, y el avance de nuevos métodos de investigación, las ciencias bíblicas vuelve a revisar el problema de los autores de los libros de la Biblia, muchos sectores, sobre todo, fundamentalistas, no están de acuerdo con los nuevos resultados; negándose decididamente a ir en contra de lo que la tradición había determinado. A este grupo pertenecen la gran mayoría de iglesias evangélicas, sobre todo las que provienen de misiones norteamericanas precursoras del fundamentalismo. Así, la mayoría de publicaciones hechas desde el seno de las iglesias evangélicas, como la Biblia Thompson o algunos seminarios, continuarán sugiriendo la autoría de los libros de la Biblia como lo hacen, básicamente para guardar la tradición, mas no en honor a lo que los más recientes estudios bíblicos sugieren.

2. Nuestro concepto moderno sobre los autores, el copyright

Todo este trastoque sobre los autores bíblicos puede ser perturbador para algunos lectores. A muchos les puede parecer antiético y hasta de mal gusto que la historia del libro sagrado se vea envuelta en tantos vericuetos profanos. Pero las incomodidades que puedan generar este tema son naturales, más aún cuando la discusión sobre los autores de la Biblia la hacemos desde la plataforma de nuestra comprensión moderna de las autorías literarias.

Hoy en día, cuando pensamos en la autoría de una obra, lo hacemos generalmente sobre la base del entendimiento del copyright (derechos de autor), el cual protege a la obra como patrimonio único y exclusivo del autor. Alterar este principio sería violar los derechos humanos del autor, lo que traería consecuencias legales para el culpable. En este sentido, sería escandaloso descubrir que las obras de García Márquez realmente no le pertenecen a él, sino, a uno de sus estudiantes; o que el poema más laureado de Borges, lo haya escrito antes un familiar enamorado. Es por eso que rechina a nuestros oídos, que alguien nos diga que los Proverbios de Salomón, no sean del famoso rey; o que el Apocalipsis de Juan, no pertenezca al discípulo de los evangelios. Pero esto se debe a que queremos aplicarle a la Biblia los mismos códigos éticos y legales con el que hoy en día juzgamos la realidad de la autoría de una obra; y nos olvidamos que el copyright es un derecho inventado en el siglo XVIII, bastante alejado del mundo de la Biblia.

Es por causa de esta visión del derecho intelectual sobre algo, que para nuestra cultura es importante distinguir claramente quién es el autor de una obra, pues eso no solamente legitima el valor del documento, sino, nos ayuda a comprender mejor lo que quiere decir, en función de las características de su autor. Pero, para decepción de muchos, los libros de la Biblia no se escribieron bajo estos principios, y sus medios de legitimación poco tienen que ver con saber o no quién es el autor de la obra. Para el mundo bíblico, un documento escrito tiene otras formas de validarse, más allá de quién sea su redactor.

3. La concepción antigua de la literatura y sus autores

Queda claro, entonces, que en el mundo de la Biblia, no existen los “Derechos de Autor”, sino que, como explica el profesor José Pedro Tosaus, en la antigua cultura semita, donde nació la Biblia, se escribía con otra mentalidad. La literatura era vista con ojos más comunitarios y consciencia colectiva. No interesaba saber quién era el individuo redactor, sino, en qué medida ese escrito representa el corazón de la comunidad. El nombre de un personaje que represente el escrito, solamente era necesario cuando toda la comunidad podía ser identificada con ese nombre. Por ejemplo, en el caso de los evangelistas los nombres que aparecen ahí solamente son importantes en la medida en que logran identificar a las comunidades con la fe apostólica.

Para entender mejor esta idiosincrasia, debemos tomar distancia de nuestros modelos individualistas, que buscan el protagonismo y reconocimiento del individuo, desconociendo que es el grupo, la comunidad, lo que crea y hace posible que surja cualquier pensamiento, idea, mensaje o literatura. El individuo se debe a la comunidad, por lo tanto, es la comunidad la que reclama el legítimo derecho de reconocer, valorar y perpetuar un escrito.

En esta misma línea debemos entender la pseudoepigrafía. Es decir, la atribución de una obra a un autor que no participó en la redacción de la misma. Por ejemplo, las cartas conocidas como deuteropaulinas, que fueron escritas por discípulos pertenecientes a la escuela paulina y que firmaron sus misivas en nombre de su maestro, aun cuando posiblemente Pablo ya haya estado muerto. Esto, en nuestro contexto suena fraudulento, pero no en el contexto del Nuevo Testamento. Más bien, colocar el nombre de Pablo en una carta que él no escribió, es rendir honor al maestro, haciendo vigente su pensamiento y poniendo en su boca lo que seguramente él hubiese dicho frente a una situación similar.

Además, existe otra característica importante que resaltar de la literatura bíblica antigua: se trata de una literatura abierta. Nosotros estamos acostumbrados, otra vez por los “derechos de autor”, a que nuestras literaturas sean obras cerradas. Si el autor pone punto final, nadie más tiene derecho a alterar ese texto. En cambio, en el mundo bíblico, la literatura tiene la libertad de ser actualizada por nuevas manos redactoras. Es decir, en un solo libro, podemos encontrar a muchos autores, que con el pasar del tiempo fueron actualizando el texto y dándole nuevos sentidos al primer documento. Esto para nosotros puede significar como una especie de alteración, manipulación, o distorsión del texto; pero para el judío antiguo esto significaba el aporte de nuevas sabidurías a un texto que es dinámico, y que necesita ser actualizado y renovado, así como la comunidad misma es también dinámica.

Frente a esta realidad, los defensores de las autorías clásicas se verían en un gran dilema. Pues ¿cómo puede Moisés reclamar la autoría de cinco libros de la Biblia, cuando claramente en esos libros se pueden distinguir muchas manos redactoras? O ¿Cómo podemos decir que Isaías, el profeta, escribió todo el libro, cuando claramente se distingue en el libro tres contextos históricos que sobrepasan las fronteras temporales del profeta?

4. ¿Dónde queda la inspiración divina?

No son pocas las veces cuando he tenido que explicar esto en un salón de clases, que alguien me pregunte: Profesor ¿Dónde queda entonces la inspiración divina? Pues nuestra doctrina sobre la inspiración divina, nos dice que Dios inspiró a los escritores bíblicos, independientemente de quiénes hayan sido estos. La doctrina de la inspiración no está condicionada a la autenticidad de las firmas de un autor o no. La Biblia fue Palabra de Dios para nosotros antes de saber todas estas cosas, y seguirá siendo después de esto. Sólo que ahora, sabemos un poquito más.


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J. L. Verdi
Profesor de Biblia y Teología en SEMISUD
(Seminario Sudamericano - Ecuador)

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2 comentarios:

"La Biblia fue Palabra de Dios para nosotros antes de saber todas estas cosas, y seguirá siendo después de esto. Sólo que ahora, sabemos un poquito más"... Sin palabras... Gracias prof. por compartir con nosotros un poco de tu conocimiento, que nos hace crescer no sólo en la gracia, pero en conocimiento, como dicen las mismas escrituras... tengo el honor de ser tu aluna, y doy gracias a Dios por ese previlegio.

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