En la tradición de los
estudios bíblicos cristianos, sobre todo en el lado evangélico, todavía se
mantienen inamovibles, casi sacralizados, algunos conceptos que entorpecen el
estudio serio de las Escrituras. Uno de esos conceptos tiene que ver con la
paternidad literaria (autoría) de los libros de la Biblia. Puedo ver que en
algunas esferas, todavía se sigue defendiendo a ultranza, por ejemplo, que
Moisés escribió el Pentateuco, o que los evangelios fueron escritos por los personajes
cuyos nombres encabezan la obra (Mateo, Marcos, Lucas y Juan), que David
escribió los Salmos, y que Salomón es el autor de Proverbios, Eclesiastés y
Cantar de los Cantares. Incluso algunos libros y Biblias, como la muy popular Biblia de
Referencia Thompson, reproducen esta posición. Y para agravar aún más esta
situación, muchas de estas defensas se hacen en nombre de la fe. Es decir, como
si al defender estas posturas están siendo heraldos defensores de la verdad bíblica;
sacando el debate del campo académico para llevarlo a la arena de los
mártires.
A mí mismo me ha tocado
ver, con mucha tristeza, cómo algunos estudiantes abandonan las aulas y su proyecto
ministerial, al enterarse que sus conceptos, traídos por lo general de su
formación eclesiástica, no son compatibles con lo que la ciencia bíblica
moderna sugiere. Por eso, he querido abrir un espacio en este blog, para presentarles
algunos datos que ayuden a comprender mejor el problema de los autores de los
libros bíblicos. Si eres un lector de la Biblia, ya sea estudiante, profesor o
sencillamente un cristiano interesado en estos temas; espero aportar a tu
comprensión de las Sagradas Escrituras con este breve escrito.
1. Entonces, ¿nos mintieron?
Cuando en mi introducción
acuso a la Biblia Thompson y otros espacios de reproducir estas conclusiones
que a la luz de las ciencias bíblicas son inaceptables, no los estoy acusando de
enseñar mentiras, sino de hacer afirmaciones irresponsables. Pues, cuando ponen
a Moisés como autor del Pentateuco, a Salomón como autor de Eclesiastés, etc.;
no lo hacen para mentir deliberadamente. Estas afirmaciones tienen un sustento
legítimo, que debe ser entendido en el marco del tipo de metodología que se usa
para la determinación de estas autorías. El problema es cuando se pretende dar
a estas afirmaciones un carácter científico con el que definitivamente no
cuentan, pues estas conclusiones no soportan los filtros mínimos de análisis
histórico para la definición de los autores bíblicos.
¿De dónde vienen estas
conclusiones? De la tradición judía y cristiana. A partir de la canonización de
los libros de la Biblia Hebrea, y en el marco de la influencia de la cultura helénica
en el pensamiento judío, la tradición judía le adjudicó a algunos de sus
escritos el nombre de personajes importantes, otorgándoles la representatividad
(no paternidad) literaria de estos libros (este punto lo entenderemos mejor en el
subtítulo 3). Era como un acto de reconocimiento honorífico al personaje. Así,
a Moisés se le atribuyó la representación del Pentateuco, y de la misma manera
a los libros como Nehemías, Esdras, etc. Aunque la intención nunca fue hacer
creer a la gente que estos personajes eran los autores reales de estos libros,
poco a poco la fuerza de la tradición fue acuñando el nombre de estos individuos
como los auténticos redactores de estas obras. Tal es así, que para la época
del Nuevo Testamento, es común referirse a la Torah como “La ley de Moisés”, o
decir “el rollo del profeta Isaías”, como si éstos fuesen los autores de estos
escritos.
Algo similar sucedió con
los documentos del Nuevo Testamento. Aunque estos escritos ya aparecen desde un
principio identificados con un personaje, este hecho debe entenderse en el
marco del fenómeno literario de la pseudoepigrafía, tan común en la cultura grecorromana
de la época. En este caso, fue la tradición cristiana de los padres de la
iglesia, a partir del siglo II d.C., la que atribuyó a los nombres que
encabezan las cartas, la autoría de dichos documentos.
En ambos casos, tanto en
el del Antiguo como del Nuevo Testamento, se trata de decisiones arbitrarias
que deben ser leídas en la comprensión de los contextos literarios donde se producen.
Esto se recrudece aún más en la edad media, donde la todopoderosa iglesia romana clausura cualquier tipo de posibilidad que no esté alineada a reconocer a los
personajes mencionados como autores indiscutibles de los escritos atribuidos.
Así, con más de mil años de dominación del pensamiento y los estudios bíblicos,
se dogmatizó la clásica posición sobre los autores bíblicos.
Sin embargo, cuando
después de la reforma protestante, el periodo de las luces, y el avance de
nuevos métodos de investigación, las ciencias bíblicas vuelve a revisar el
problema de los autores de los libros de la Biblia, muchos sectores, sobre
todo, fundamentalistas, no están de acuerdo con los nuevos resultados;
negándose decididamente a ir en contra de lo que la tradición había
determinado. A este grupo pertenecen la gran mayoría de iglesias evangélicas,
sobre todo las que provienen de misiones norteamericanas precursoras del fundamentalismo.
Así, la mayoría de publicaciones hechas desde el seno de las iglesias
evangélicas, como la Biblia Thompson o algunos seminarios, continuarán
sugiriendo la autoría de los libros de la Biblia como lo hacen, básicamente
para guardar la tradición, mas no en honor a lo que los más recientes estudios
bíblicos sugieren.
2. Nuestro concepto moderno sobre los
autores, el copyright
Todo este trastoque sobre
los autores bíblicos puede ser perturbador para algunos lectores. A muchos les
puede parecer antiético y hasta de mal gusto que la historia del libro sagrado
se vea envuelta en tantos vericuetos profanos. Pero las incomodidades que
puedan generar este tema son naturales, más aún cuando la discusión sobre los
autores de la Biblia la hacemos desde la plataforma de nuestra comprensión
moderna de las autorías literarias.
Hoy en día, cuando pensamos
en la autoría de una obra, lo hacemos generalmente sobre la base del
entendimiento del copyright (derechos de autor), el cual protege a la obra como
patrimonio único y exclusivo del autor. Alterar este principio sería violar los
derechos humanos del autor, lo que traería consecuencias legales para el
culpable. En este sentido, sería escandaloso descubrir que las obras de García
Márquez realmente no le pertenecen a él, sino, a uno de sus estudiantes; o que
el poema más laureado de Borges, lo haya escrito antes un familiar enamorado.
Es por eso que rechina a nuestros oídos, que alguien nos diga que
los Proverbios de Salomón, no sean del famoso rey; o que el Apocalipsis de Juan,
no pertenezca al discípulo de los evangelios. Pero esto se debe a que queremos
aplicarle a la Biblia los mismos códigos éticos y legales con el que hoy en día
juzgamos la realidad de la autoría de una obra; y nos olvidamos que el
copyright es un derecho inventado en el siglo XVIII, bastante alejado del mundo
de la Biblia.
Es por causa de esta
visión del derecho intelectual sobre algo, que para nuestra cultura es
importante distinguir claramente quién es el autor de una obra, pues eso no
solamente legitima el valor del documento, sino, nos ayuda a comprender mejor
lo que quiere decir, en función de las características de su autor. Pero, para
decepción de muchos, los libros de la Biblia no se escribieron bajo estos principios,
y sus medios de legitimación poco tienen que ver con saber o no quién es el
autor de la obra. Para el mundo bíblico, un documento escrito tiene otras formas de validarse, más allá
de quién sea su redactor.
3. La concepción antigua de la literatura
y sus autores
Queda claro, entonces, que
en el mundo de la Biblia, no existen los “Derechos de Autor”, sino que, como
explica el profesor José Pedro Tosaus, en la antigua cultura semita, donde
nació la Biblia, se escribía con otra mentalidad. La literatura era vista con
ojos más comunitarios y consciencia colectiva. No interesaba saber quién era el
individuo redactor, sino, en qué medida ese escrito representa el corazón de la
comunidad. El nombre de un personaje que represente el escrito, solamente era
necesario cuando toda la comunidad podía ser identificada con ese nombre. Por
ejemplo, en el caso de los evangelistas los nombres que aparecen ahí solamente
son importantes en la medida en que logran identificar a las comunidades con la
fe apostólica.
Para entender mejor esta idiosincrasia,
debemos tomar distancia de nuestros modelos individualistas, que buscan el protagonismo
y reconocimiento del individuo, desconociendo que es el grupo, la comunidad, lo que crea y hace posible que surja cualquier pensamiento, idea, mensaje o literatura. El individuo se debe a la comunidad, por lo tanto, es la comunidad
la que reclama el legítimo derecho de reconocer, valorar y perpetuar un
escrito.
En esta misma línea debemos
entender la pseudoepigrafía. Es decir, la atribución de una obra a un autor que
no participó en la redacción de la misma. Por ejemplo, las cartas conocidas
como deuteropaulinas, que fueron escritas por discípulos pertenecientes a la escuela
paulina y que firmaron sus misivas en nombre de su maestro, aun cuando
posiblemente Pablo ya haya estado muerto. Esto, en nuestro contexto suena
fraudulento, pero no en el contexto del Nuevo Testamento. Más bien, colocar el
nombre de Pablo en una carta que él no escribió, es rendir honor al maestro,
haciendo vigente su pensamiento y poniendo en su boca lo que seguramente él
hubiese dicho frente a una situación similar.
Además, existe otra
característica importante que resaltar de la literatura bíblica antigua: se
trata de una literatura abierta. Nosotros estamos acostumbrados, otra vez por
los “derechos de autor”, a que nuestras literaturas sean obras cerradas. Si el
autor pone punto final, nadie más tiene derecho a alterar ese texto. En cambio,
en el mundo bíblico, la literatura tiene la libertad de ser actualizada por
nuevas manos redactoras. Es decir, en un solo libro, podemos encontrar a muchos
autores, que con el pasar del tiempo fueron actualizando el texto y dándole nuevos
sentidos al primer documento. Esto para nosotros puede significar como una
especie de alteración, manipulación, o distorsión del texto; pero para el judío
antiguo esto significaba el aporte de nuevas sabidurías a un texto que es
dinámico, y que necesita ser actualizado y renovado, así como la comunidad
misma es también dinámica.
Frente a esta realidad,
los defensores de las autorías clásicas se verían en un gran dilema. Pues ¿cómo
puede Moisés reclamar la autoría de cinco libros de la Biblia, cuando
claramente en esos libros se pueden distinguir muchas manos redactoras? O ¿Cómo
podemos decir que Isaías, el profeta, escribió todo el libro, cuando claramente
se distingue en el libro tres contextos históricos que sobrepasan las fronteras
temporales del profeta?
4. ¿Dónde queda la inspiración divina?
No son pocas las veces
cuando he tenido que explicar esto en un salón de clases, que alguien me
pregunte: Profesor ¿Dónde queda entonces la inspiración divina? Pues nuestra
doctrina sobre la inspiración divina, nos dice que Dios inspiró a los
escritores bíblicos, independientemente de quiénes hayan sido estos. La
doctrina de la inspiración no está condicionada a la autenticidad de las firmas
de un autor o no. La Biblia fue Palabra de Dios para nosotros antes de saber
todas estas cosas, y seguirá siendo después de esto. Sólo que ahora, sabemos un
poquito más.
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