viernes, 28 de octubre de 2016

LA FUERZA DEL PERDÓN CREA VIDA EN EL SEPULCRO



Por estos días, tengo la gran satisfacción de pasar más tiempo en casa con mis dos pequeñas hijas, mostrándoles de cerca algo de mi mundo adulto, y ellas invitándome, con juegos, fantasías y risas a entrar en su propia versión de la realidad. Su mundo, como el de todos, no es perfecto. Muchas veces no se ponen de acuerdo, se gritan, quieren imponer sus deseos frente al de los demás, no están dispuestas a compartir un juguete, se golpean, se quitan mutuamente los privilegios fraternos, con frases como: “Ya no serás mi hermana nunca más”, “ya no te quiero”, “no volveré a jugar contigo”, “no te haré nunca más una tarjeta”, etc. Al principio este comportamiento me enojaba, entraba yo también al pleito para imponer el orden entre estas dos pequeñas criaturas salvajes. Pero siempre salía perdiendo, pues al cabo de unos minutos, el único amargado en la sala era yo, ellas ya habían retomado su juego, eran las mejores hermanas, y juntas creaban un mundo nuevo otra vez.
Algo no estaba bien. Eso, en mi mundo adulto no es común, no tiene sentido. Si alguien te ofende, te golpea, te grita, o te quita el privilegio de su amistad y afecto, no hay forma, por lo menos tan inmediata, de seguir construyendo un nuevo mundo como si nada hubiese pasado. Pero en el universo de Isabella y Majo, eso pasa todos los días, es cotidiano y natural, no exige esfuerzo, ni diálogos extensos. Me sentí fascinado, y dejé que en ese momento sean ellas las que enseñen a su viejo a vivir la vida. Pues a la mía le faltaba, urgentemente, ese ingrediente que ellas tienen y que tanto bien le haría al mundo de los adultos.
¿Cuál es el ingrediente mágico? ¿Qué es esa fuerza capaz de vencer el poder destructivo de una ofensa y hacer revivir lo que las palabras o los golpes sepultaron? Así es, como seguro ya lo tienes pensado, esa fuerza, ese ingrediente que hace posible que siempre haya, en la imaginación de mis hijas, un nuevo mundo para explorar, se llama: El perdón. Pero, ¿acaso no existe ese ingrediente en el mundo adulto? Sí existe, sólo que por alguna razón hemos perdido la práctica, la destreza, nos hemos vuelto lentos, y a veces demoramos años en usarlo; cuando en nuestra infancia sólo tardábamos minutos en hacerlo. Además, como ya no suele ser espontáneo, lo hemos contaminado de ideas, conceptos y justificaciones que le han restado poder, pues su fuerza radica en la genuinidad con que se usa.
Al enfrentarme a esta escena todos los días, no podía dejar de pensar en la exigencia que Jesús hace si queremos pertenecer a su Reino:
“Y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos”. (Mateo 18,3)
Siempre me he preguntado: … Y Jesús ¿Cuándo fue como niño? Buscaba en las escenas del Jesús adulto algún ejemplo de lo que nos pedía, y no distinguía ninguna donde pudiera decir: ¡Ah! Ya entiendo a lo que se refería sobre ser como niños. Hasta que, dejándome enseñar por mis hijas, aprendí que la niñez sólo es posible cuando se vive el perdón con genuina naturalidad. Y sólo entonces pude verlo, y mi piel se estremeció mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. Jesús siendo como niño, cuando en el juego de esta vida, sus hermanos se ensañan contra él y lo suben a una cruz para escarnecerlo. Y aquel que era como niño, suplica lo mismo que Isabella haría por su hermana, cuando la castigo por haberla agredido: ¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!... Papi, no la castigues… ella no tuvo la culpa.
El clamor de Jesús revela su naturaleza y condición necesaria para entrar en su propio Reino. Es el niño que sabe que solamente la fuerza del perdón puede devolverle de nuevo a sus hermanos para seguir jugando entre ellos ¿Cómo ocurre esto? En el acto de la resurrección. El Jesús resucitado, es la respuesta del Padre al clamor del Hijo. Observemos, la misión de Jesús ya había sido cumplida con su muerte expiatoria en la cruz. La resurrección solamente tiene sentido cuando, ubicada en el contexto del clamor por perdón, apertura un nuevo mundo posible. Es la fuerza del perdón lo que crea vida en el sepulcro, y lo que devuelve a Jesús con sus hermanos. Es el Padre diciendo: “Sí”, los perdono, vuelve a ellos.
A partir de aquí, es posible entender por qué para Jesús es fundamental ser como niños si queremos entrar en su Reino. Pues el Reino de los Cielos se construye sobre la base del perdón. Esa fuerza que envolvió a Jesús en la tumba y lo revivió para mostrarle un porvenir. Tal es el poder del perdón. Capaz de penetrar hasta el abismo más profundo del alma culpable y rescatarla a la vida, quitarle los grilletes del error, y traerla a construir de nuevo un mundo lleno de posibilidades para todos.
La escena de la cruz, iluminada por la fuerza del perdón, nos muestra por lo menos dos aspectos del perdón.
1.      El perdón no es olvido, ni indiferencia
Este título puede parecer trillado. Pero por olvidar, no me refiero al imposible ejercicio cognoscitivo de suprimir de nuestra memoria una ofensa, de tal modo que no se recuerde más. No olvidar, en este caso, se refiere a no dejar pasar por alto la ofensa, cerrando los ojos frente a una realidad lastimera.
El perdón en la niñez no significa olvidar la ofensa. Todo lo contrario, los niños reaccionan ante una agresión, se defienden, se pelean, gritan; y cuando han agotado sus recursos para sancionar la ofensa, sólo entonces es posible empezar de nuevo.
Pero en la adultez, muchas veces alimentados por ilusorias imágenes de espiritualidades contemplativas alienantes, pensamos que perdonar es pasar por alto la ofensa, olvidarla, y cerrar los ojos para que no nos toque. Es más, admiramos a personas que han desarrollado esa capacidad de “autocontrol” y que no tienen ningún tipo de reacción frente a sus detractores. Queremos ser como ellos, monjes tibetanos que han sometido sus emociones a la circunspección.
Pero ese comportamiento no es natural, ni inherente al ser humano, no lo tuvo Jesús, ni lo tienen los niños. Indignarse frente a la ofensa recibida, es un acto de autoafirmación y determinación por hacer respetar nuestro sistema de valores. Walter Riso, dice que “es una fuerza desconocida que tira de la conciencia y nos pone justo en el límite de lo que no es negociable, y no queremos, ni podemos aceptar”.
Algunos puritanos dirán que Jesús nos enseñó todo lo contrario, a callar y dar la otra mejilla, a permanecer apocados cuando se vulnera nuestra dignidad. Está claro que el mensaje de Jesús no promueve la violencia, pero no se necesita ser violentos para defender nuestra honra. No hay nada más lejano al evangelio que un militante pusilánime, medroso; que se oculta bajo una imagen gazmoña para no enfrentar con genuinidad sus asuntos, al mejor estilo de los niños.
Jesús, el niño de la cruz, no cerró los ojos, ni calló frente a sus detractores. Aún después de haber clamado por perdón, hasta antes de dar el último suspiro, se encomendó a Dios llamándolo “Padre”. Defendiendo su discurso revolucionario, mirando a los ojos a sus acusadores y desafiándolos hasta el último minuto a convertirse al evangelio del Dios “papito”.
2.      El perdón es alteridad
Un concepto bastante difundido en nuestros días, vulnera la esencia del perdón y lo reduce casi a un enema a la conciencia. Se trata de aquello que enseña a perdonar como un acto de autopurificación del alma. Se te dice que debes perdonar para ser libre, que sin importar lo que la otra persona haga, es importante que tú estés en paz contigo mismo. Incluso, algunos piensan que pueden ir a la iglesia y desde ahí, como un conjuro de magia blanca, perdonar a su agresor. Suena atractivo este discurso, más aún a nuestros oídos individualistas, sin conciencia de la otredad.
Pero el perdón es un acto de alteridad, que se ejecuta a partir de la conciencia del otro y no de uno mismo. Christian Duquoc dice en CB7 que “el que perdona juzga que el que ha obrado mal se encuentra en una situación más lamentable que el que lo ha sufrido”. Responder “sí” al pedido de perdón, no es un acto de autoliberación, pues la ofensa no ata al ofendido, sino, al ofensor. Entonces, quien necesita ser liberado es el que obró mal. Es ahí cuando el acto de perdonar se convierte en un viaje a la miseria del otro, a su sepultura, a su mismísimo infierno, para romper sus cadenas y liberarlo. Así lo entiende Pablo cuando para hablar del proceso de liberación se pregunta “¿Qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra?”. Pues el perdón, en el misterio de la cruz, no fue una exclamación para que Jesús pueda morir con la conciencia limpia y sin rencores, sino, un acto de alteridad donde le pide al padre descender hasta las catacumbas de la muerte, donde su agresor se encuentra preso, para desde ahí, con la fuerza del perdón, crear vida en el sepulcro y resucitar para el inicio de una nueva historia.
¿Acaso no entienden eso los niños? He oído decir a muchos que en los niños se evidencia nuestra naturaleza egoísta. Yo diría que en ellos se evidencia nuestra naturaleza de luchar genuinamente por nuestra dignidad, y perdonar genuinamente por nuestra otredad. Pues, el juego no puede continuar si no rescatamos al otro del cuarto de castigo (así lo hace Isabella con Majo, contra la voluntad de su padre).
Para terminar, traigo a memoria las palabras de Borges: “Con el tiempo aprendes que disculpar cualquiera lo hace, pero perdonar es sólo de almas grandes”. Si alguien me pregunta por los momentos más felices de mi vida, diría que fueron aquellos cuando un alma grande se apiadó de mí, y descendió hasta las profundidades de mi abismo, para darme otra oportunidad y construir nuevamente un mundo juntos. Porque “con el tiempo (también) te das cuenta de que en realidad lo mejor no era el futuro, sino, el momento que estabas viviendo justo en ese instante”.


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J. L. Verdi
Profesor de Biblia y Teología en SEMISUD
(Seminario Sudamericano - Ecuador)

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1 comentarios:

Deliciosamente exquisita tu reflexión. Poderosamente cargada del Espíritu, quien me envía a la acción, de ser como el niño de la cruz.

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